lunes, 7 de diciembre de 2015

Su Eminencia Serenísima.




                                               

El  abuelo H no era un hombre letrado, pero sí  un hombre de mundo. Recorrió varios países, incluyendo Cuba con ocasión de aquella guerra de infausto recuerdo. Tuvo hijos de tres mujeres distintas, y cuentan que de ninguna de ellas se oyó jamás un reproche hacia el mancebo, sino todo lo contrario. Un corazón grande el del abuelo H.
El abuelo H podría ser cualquier cosa, pero no era un mentiroso.  Contaba unas historias que por lo raro y por el modo en cómo las vivía no podían más que ser ciertas, aunque no siempre cabales y que a mí me entretenían mucho.
Por eso no dudé en creerlo cuando me contó esta sencilla historia que aconteció en su pequeña aldea.


Aunque pequeña, había dado significados prohombres. Uno de ellos, obispo de una gran ciudad a la sazón, quiso pasar unos días de descanso en aquella aldea perdida de dios, en  cuyo seno había venido al mundo.
Cuenta el abuelo H que estando el obispo un día paseando por los alrededores, se encontró con Dositeo,  un hombre libre, al que todos consideraban necio y displicente y que paseaba desde hacía 40 años por el pueblo sin más obligación que la de recoger de madrugada las ovejas de los vecinos y devolverlas al atardecer intentando no perder ninguna por el camino, tarea que no siempre se presentaba fácil de conseguir, debido a la escasa erudición de los ovinos y al ingente número de lobos que por entonces merodeaban por el contorno.
Quiso el Sr. Obispo pasar un rato agradable a costa del pastor, y en cuanto llegó a su altura, concediéndole la bendición divina y cuarenta mil indulgencias para la cena,  le preguntó:
-           Buenos días, hijo mío, Dositeo, tú, que eres un andariego de postín y  hombre entendido en bancales,  cuántos cestos de tierra crees que contiene aquel montículo que se ve allá arriba?
Dositeo se quedó mirando durante unos segundos el montículo que señalaba el prelado, miró al prelado, de nuevo al montículo y con la vista baja contestó:
-          Eminencia Serenísima, Ilustrísimo Sr. Obispo, si el cesto es mayor aún no lo llena.

Fuese el obispo corrido, y cuenta el abuelo H que desde ese día no se volvió a ver a su serenísima por aquel pueblo perdido de dios en una loma del Valle de Monterrey.


Orense a tantos de tantos.