lunes, 23 de diciembre de 2013

El milagro del magnolio estéril.




A menudo las historias tristes contienen un denominador común; la ruptura de la tranquilidad cotidiana, el cambio de status mental, el dolor por lo perdido y la aceptación final de los hechos. Fase ésta que puede tardar más o menos en función de la capacidad cognoscitiva de cada persona.

Lo que fuimos y lo que somos. Lo que hemos sido y lo que ya no volveremos a ser.

Fue un hombre fuerte, física y mentalmente. Todo lo que consiguió lo hizo por su fortaleza, trabajo y dedicación y no se resigna a la suplencia del ocio absoluto.

Hace ya un tiempo que dirige su obsesión al magnolio que su mujer plantó con todo mimo al lado de la barbacoa que él mismo construyó con sus manos. Pretende arrancarlo. Porque no da nada, no sirve para nada. El no vive de flores ni de olores, quiere únicamente árboles que den fruto, que sean útiles. Cada día durante los últimos dos años la misma pelea. Es preciso hacer desaparecer los aperos de labranza a fin de que no lleve a cabo su empeño. Pero a veces, siempre por poco tiempo, se queda sólo y ella teme que al regresar ya no se conserve en pie el arbusto que le acompañó durante los últimos 25 años, proporcionando flores y sombra en los áridos veranos de interior.
El sábado pasado se obró el milagro. Al dirigirse al árbol para maldecir su esterilidad y renovar las amenazas cotidianas, comprobó con incredulidad que de las estériles ramas sobresalían estratégicamente tres bellos kiwis. Los estuvo  observando durante unos segundos, tomó un bastón y los vareó para cerciorarse de que no eran ilusiones ópticas.



 Los sopesó en la mano y se alejó del árbol pensativo murmurando algo para sí.

Esa tarde la pasó con tranquilidad y no se le oyó hablar en ningún momento  de cercenar el magnolio.

En Orense a tantos de tantos.