jueves, 24 de junio de 2010

Bajo la rueda.

Mi amigo es una persona optimista, vitalista diría yo, que aún ve la vida desde los ojos de un niño y que absorbe cuanto puede con la misma ilusión de los quince años. Acude a clases de cocina, a bailes de salón, asiste a cuantos eventos se producen en su pequeña ciudad y sorbe con fruición las delicias del mundo. Incluso se ha agenciado un blog. Le gusta viajar, que no pacer como oveja encarrilada por los santuarios del mundo. Cómodamente, despacio, charlando con la gente, haciéndose entender ya sea por señas.
Es deportista, aunque hace tiempo que ejerce menos. La edad no es buena consejera.
Además de todo eso, mi amigo es un padrazo. Ni un solo día dejó de llevar a sus niños a clases, a actividades extraescolares, acompañándoles en todos sus desplazamientos cuando así lo r equería la competición. Cada fin de semana madrugaba para contemplar sus entrenamientos cuando no era él mismo quien los dirigía.
Noto a mi amigo triste de un tiempo a esta parte. Hace unos días, con la ayuda de un excelente Carraovejas, me confesaba sus  temores. Tenía dos hijos que siempre habían conseguido brillar, ya sea en sus estudios, ya en su vida deportiva y social. Siempre habían sido pioneros en todo y habían acabado brillantemente sus carreras.
Pero mi amigo, cada vez más a menudo, se acordaba de Herman Hesse, cuando describía en su libro las peripecias del seminarista que mientras prometía ascender en la sociedad, era alentado, animado y apoyado por todo el pueblo, para abandonarlo a su suerte cuando las expectativas se difuminaron.



Con los ojos brillando, a punto de desbordarse la presa, me comentaba que cuatro años después de acabados los estudios su hijo mayor, con matrícula de honor mediante, veía como otros menos preparados que él iban ocupando puestos en la sociedad, por méritos unos, por amistad otros, mientras él, su hijo, su vida, aquel que jamás le había dado un disgusto, se dedicaba nueve horas al día ininterrumpidamente desde hacía cuatro años, a memorizar leyes y artículos para merecer un día ser admitido en la sociedad. Ahora, acordándose de Herman Hesse, comenzaba a dudar de si no estaría entrando Bajo la rueda. Y eso le descorazonaba. Le descorazonaba que todos aquellos que alentaban y jaleaban, como en la novela, ahora le vuelvan la espalda. Estado, Xunta, amigos, profesores; me confesó que a veces se arrepentía de haber sido tan independiente. Podría haber adulado, servido, servirse, y no lo hizo.
Mi amigo, ya con lágrimas en los ojos, se juramentó para que eso no ocurriese, su hijo no caería bajo la rueda. Pero la duda ya se había instalado en su alma.





martes, 15 de junio de 2010

Las hay de todos los tamaños.

Las hay en celosía.



Las hay desteñidas






Las hay gemelas



Las hay  desvencijadas


Las hay esquizofrénicas


   Las hay verdes




Las hay abandonadas




Las hay  escoltadas




Las hay ventiladas





Las hay anchurosas




Y anchurosas con estrambote




Tripticas





Catedralicias




Las hay vigiladas





Las hay ofensivas




Las hay protegidas






Las hay transparentes



Las hay del siglo XIII, importantes y abiertas







Las hay minúsculas







Y no las hay.



Todas estas puertas y más que no he podido fotografiar son el resultado de un paseo de apenas doscientos metros. Prometo volver con mejor calidad, ya que están obtenidas con el móvil y en condiciones pésimas de luz. Algunas de ellas posiblemente ya no existan cuando lo intente de nuevo.


Orense a tantos de tantos.

domingo, 13 de junio de 2010

Fin de Semana.



Generosa playa la de La Lanzada que acoge a todo tipo de seres.





Aproveché para practicar un poco la fotografía, intentando adivinar todos los secretos del aparato, lo que no he podido conseguir. A la vista queda.




Ha sido el último fin de semana antes de SUMERGIRME de lleno en la mina. Hay mucho carbón por sacar, aunque no sé si el precio será el adecuado.



Juan Salvador






Enseguida sabréis el porqué de tanta algarabía







A la derecha un monstruoso congrio de un metro y treinta centímetros que acababan  de pescar estos amigos.




Os dejo en paz por unos días, como mucho unas semanas.

miércoles, 2 de junio de 2010

Rosita

Por obligaciones contractuales y casi chantajistas de algunas de mis lectoras y ante el temor de perderlas, me veo obligado a claudicar retornando a mis orígenes.
Si quieres entender algo, te remito al final.

                                      

                                 Tercer mes. La cita(Y tres)

La distancia entre el  río y la casa consistorial era de apenas 500 metros que hice corriendo como si me fuera en ello la vida, ante lo avanzado de la hora. No me preocupaban las posibles reprimendas de D. Benigno, toda mi preocupación consistía en soportar la mirada de Rosita; esos ojos inquisidores, burlones, de niña de ciudad que, ahora lo sé, jugaba con el niño de pueblo.

Al llegar a la altura del cementerio me paré y tomé un respiro. El sol caía a plomo derritiendo la pez de la recién asfaltada carretera y me cobijé a la sombra de una cruz. Me fijé en la inscripción de la tumba y no pude por menos que sonreir; en ella rezaba:

                      A la memoria de xxx, de tu esposa que no te olvida.

La susodicha esposa había tardado apenas dos meses en amancebarse con Trinitario, su vecino, que a su vez había convivido siempre con su hermano Edelmiro. En aquel momento aún no contemplaba todas las excitantes posibilidades de aquel ayuntamiento.



Una vez recuperado el aliento, hice de piernas corazón y temblando de ambos me presenté en la puerta de la casa consistorial. Tiré de la cuerda que hacía tañer la campanilla en el interior del corredor y casi al instante sentí unos pasos a la carrera que me parecieron los de Rosita. Se entreabrió la puerta y apareció ella, con la cara angelical pero algo seria.

- Mi tío está enfadadísimo, le dije que habías ido a buscar sal a la tienda del tío José, dile que no había!!

Uff, mal íbamos comenzando nuestras “relaciones” con mentiras.

De todos modos, para mí que D. Benigno no se creyó lo de la sal y ni siquiera preguntó. Pasó directamente al sermón: “ Tenías que haber pelado las patatas y tenías que haber ido al huerto a buscar tomates. Vete a la cocina y ayuda a mi hermana, en cuanto acabemos de comer hablaremos. Creo que lo mejor que se puede hacer contigo es meterte interno!”

Ya salió la maldición bíblica…interno! No sé qué queréis que os diga, pero no me preocupó demasiado el asunto.
Enseguida pensé en cómo me las arreglaría para acudir a mi cita con Rosita. En eso ella me echaría una mano a buen seguro.
Ayudé a la hermana del cura en lo que me pidió y al acabar insistió en que pusiera la mesa ofreciéndose a ayudarme la sobrina del cura. Yo transportaba los platos y ella los recibía y los colocaba en la mesa. Cada vez que se los entregaba, ella procuraba que sus manos rozasen las mías mientras sonreía. En una ocasión me recordó lo que había dejado escrito: que me esperaba en la biblioteca al acabar de comer, cuando su tío cayese dormido.

- Y si despierta? Después del escándalo de las campanadas el día anterior, no sé cómo reaccionará.

- No te preocupes, no despertará tan pronto.

No sabía lo que tenía preparado aquel angelical lucifer, pero me había demostrado que podía conseguir lo que quisiera.

Antes de la comida, mi misión era ir a la bodega con la jarra de barro y llenarla de vino directamente del tonel. En esa ocasión quiso acompañarme Rosita y pronto adiviné sus intenciones.
Había dos toneles, separados por unas piedras. Uno mayor, con vino de la cosecha del atrio, unas cepas viejas de varias clases de uvas, que se vendimiaban a finales de septiembre, no siempre en su mejor grado de maduración por miedo a las lluvias, frecuentes en estos pagos. Otro más pequeño, producto de uvas seleccionadas de las mejores fincas del cura y secadas al aire y a la sombra durante meses para posteriormente ser prensadas sin apenas agua y con un alto grado de azúcar, lo que se convertiría en mayor grado de alcohol y que el cura usaba para obtener la sangre de Cristo.

Convencido por Rosita, mezclamos los vinos con la intención de que no se notara demasiado el dulce, obteniendo así un caldo de mucha más graduación que permitiese al buen abad dormir por más tiempo. Os dije que esta chica era el mismo demonio?
Os lo dije, pero a pesar de todo era excitante acompañarla al infierno.

Subimos y nos dispusimos a comer. Rosita se mostraba más solícita que de costumbre sirviendo vino a D. Benigno, que tentado por el ángel no retiraba el vaso, trasegándolo casi al mismo tiempo que le era servido. Siempre he creído que los curas encuentran el placer carnal que le es negado, en la gula. A los que se les niega. Más tarde he podido comprobar por mí mismo que no todos encuentran la misma devoción en el sexto mandamiento.

La comida transcurrió sin más novedades que los consejos rutinarios de D. Benigno con respecto a las costumbres de sorber el caldo y de mojar el pan centeno en el mismo.

Su hermana, siempre callada, siempre dócil, sonreía.

Después de cerciorarse de que el cura había acabado con el vino de la jarra, Rosita pidió permiso para retirarse disculpándose con la siesta, costumbre que en aquella casa era ley.
Yo me levanté y me dirigí a la despensa en donde se guardaban las manzanas en paja para que el cura y su hermana pudiesen tomar el postre. Por la espalda noté los dedos de Rosita que me hacían cosquillas, al tiempo que salía corriendo hacia la biblioteca. Me contuve. Pero en cuanto la hermana recogía la mesa y el cura cayó de espaldas en el sofá sigilosamente me dirigí pasillo arriba. A la biblioteca.

Ya os dije que aquella chiquilla era una intelectual y le gustaba leer.

A veces le componía poesías.Aún me acuerdo de aquella y del tiempo que tardé en encontrar la piña que rimase con la niña:


                                                             Niña.
                                              Que de la costa vienes
                                                       Morena eres
                                                     como una piña
                                                            Niña,
                                            Como una piña tus dientes
                                                          Blancos             
                                                   Que me fascinan

No estaba muy mal, el romanticismo me llevaba a pensar en los dientes. ¿Y os habéis dado cuenta del bonito juego de palabras, piña,dientes? Jodido pardillo.

Para mi sorpresa, la biblioteca estaba vacía. Observé detenidamente aquel montón de estanterías, de madera avejentada por los años y sin apenas cuidar, llena de libros, deshojados algunos, que eran protegidos únicamente por una tela metálica como si fueran gallinas. Solamente había estado en ella un par de veces y una vez a solas. Los títulos de los libros no me sonaban ni por asomo. La mayor parte de ellos en latín. Pero en ese momento los libros eran lo de menos. Buscaba cualquier indicio que me llevara a Rosita.

Estaba a punto de buscar en otra habitación cuando oí un ligero chirrido que provenía del mueble de la biblioteca. Pero en la biblioteca no había ninguna puerta. Era unos tablones desde el suelo al techo y unas tablas atravesadas que hacían de soporte de los libros y una hornacina a cada lado del tamaño de un santo de pie.

Al fijarme bien, descubrí una rendija entre el listón que bajaba al suelo y la pared; metí la mano empujando la hornacina…y allí estaba Rosita, en un hueco de apenas un metro y medio de alto por uno de ancho, mirándome con esa sonrisa picarona, con un vestido de tirantes y peto en el pecho. La falda, ligera, le tapaba las rodillas. Me indicó que entrase, pero apenas cabía un adulto. Más tarde me enteré que en ese espacio el anterior cura D. Jesús, escondía a los republicanos en peligro de ser llevados a dar el “paseillo”. Entré, nuestros cuerpos quedaron pegados, las rodillas chocaban y nos estorbaban, por lo que ella, moviéndose lentamente se dio la vuelta y me dejó a su espada. Mi nariz aspiraba el perfume de su cabello, a jabón La Toja y algo en mi interior creció con tal fuerza que aquello que crecía en mi interior empujó de tal manera que algo creció en mi exterior. Y aquello que creció en mi exterior fue a dar justo a donde tenía que dar, a sus nalgas cubiertas con el vestidito. Rosita había dejado de reir nerviosamente, ahora respiraba sonoramente y sus manos buscaban las mías; apenas podía moverme. Me dejé hacer. Acercó sus manos llenas de las mías a sus pechos y las colocó allí. Aquella tibieza hizo que el espacio se hiciese más reducido porque mi cuerpo se hacía cada vez más grande. O una parte de él. Me dolía. Rosita echaba la cabeza hacia atrás, buscándome. Yo mientras tanto había perdido la noción del tiempo y también del lugar. Me encontré con mi boca en su cuello. Torció un poco más el suyo hasta hacer su boca visible y me invitó con los labios entreabiertos. Era mi primer beso, un beso como no creía poder llegar a saborear, húmedo, cálido, profundo. Siempre pensé que besar era apretar labio contra labio. Rosita se encargó de sacarme de mi error.

En aquella difícil postura, mis manos en sus pechos, su cabeza vuelta, su boca absorbiendo mi boca y su lengua jugueteando con la mía, noté que sus piernas le flaqueaban y se fue bajando acompañándola yo en su movimiento hasta quedar en cuclillas. Pasando su mano derecha por entre sus piernas tomó mi miembro ante mi sorpresa y lo colocó entre sus nalgas, rozándose con él. Me atreví a sacar mi mano de sus pechos y me las apañe para apartar ligeramente las braguitas y sentir el calor y la humedad de su cuerpo. Rosita cerró ligeramente las piernas impidiéndome cualquier movimiento, por lo que retorné a sus pechos. No obstante, en recompensa seguía frotándose y frotándome, notando el calor que imaginé de las puertas del infierno. Aprendí en ese momento que en el cielo también hace calor. La mano de Rosita continuaba acariciándose utilizándome para ello. De pronto aceleró los movimientos de su mano contra aquello que había credido en mí que a su vez estaba situado en una especie de oquedad que hacían sus braguitas y me asusté de sus grititos que pronto dejé de oir porque aquello que había crecido en mí fue decreciendo a medida que aumentaban los grititos de Rosita. Me miró con ternura haciendo un esfuerzo por lo difícil de la posición y me prometió que otro día se quitaría las braguitas. Os juro que no supe qué decirle, me hubiera dado lo mismo que me pidiese hacerme el harakiri o el kikiriquí, aún estaba pensando qué había pasado y qué demonios había hecho.

Por su sonrisa adiviné que había ocurrido exactamente lo que ella quiso que ocurriese y dejé de sentirme culpable, aunque sí un tanto pardillo.

Podía decirse que seguía virgen, pero algo había aprendido.

Y quedaban quince días para su partida.

Y me acordé de aquellos versos que un día compuse para ella.
Niña…..

Orense a tantos de tantos.


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